LATINIDAD Y POPULARIDAD EN LA
LITURGIA
Por Romano Amerio
El Concilio
de Trento (ses. XXII, cap. 9) ordenó que en el curso de la Misa
el sacerdote explicase al pueblo parte de las lecturas. Esto no sólo se hacía
en la homilía, sino también y de modo muy abundante mediante los
libros de piedad, difundidísimos hasta el Vaticano II,
que facilitaban seguir las diversas partes de la Misa.
Llevaban oraciones
apropiadas que a menudo parafraseaban los textos litúrgicos, e incluso
viñetas reproduciendo del modo más evidente posible ante
los ojos el aspecto del altar, los actos del celebrante, y la posición de los
vasos y de los ornamentos. Naturalmente, siendo analfabeta gran parte del
pueblo cristiano no se podía encontrar perfecta concordancia entre la devota
disposición interior del vulgo y la secuencia de las ceremonias sagradas. Por
otro lado, la universalidad (letrada o iletrada) de la asamblea
conocía y reconocía los momentos más importantes y las articulaciones del rito,
indicadas también por la campanilla.

De este modo no faltaba a
los ritos sagrados la participación espiritual de los fieles. Y no
solamente no faltaba, sino que faltó cada vez menos después de que en los años
de la primera postguerra (en Italia por mérito de la Obra para la Realeza de
Cristo) en todos los países europeos se difundieran los cuadernillos con el
texto latino y la traducción al vulgar del Misal festivo.
Y conviene señalar que los
misales que contenían el texto latino y yuxtapuesta la traducción en lengua
moderna estuvieron en uso desde el siglo XVIII, y no sé si también antes. En la biblioteca
de Manzoni en Brusuglio existe uno latín-francés impreso en París en 1778, y
era utilizado por doña Giulia.
Suele objetarse que en el rito
latino el pueblo estaba desvinculado de la acción de culto y faltaba esa
participación activa y personal constituida en intención de la reforma. Pero
contra dicha objeción milita el hecho de que la mentalidad popular
estuvo durante siglos marcada por la liturgia, y el lenguaje del
vulgo recogía del latín cantidad de locuciones, metáforas, y
solecismos.
Quien lee esa vivísima pintura de la
vida popular que es el Candelaio de Giordano Bruno se
sorprende del conocimiento que los más bajos fondos tenían de las
fórmulas y de los actos de los ritos sagrados: no siempre (es obvio) en la
semántica legítima, y a menudo llevados a sentidos deformes, pero siempre
atestiguando el influjo de los ritos sobre el ánimo popular.
Por el
contrario, hoy tal influencia se ha apagado del todo y el lenguaje toma sus
formas de otros campos, sobre todo del deporte.
El más importante fenómeno
lingüístico por el cual quinientos millones de personas han cambiado su
lenguaje de culto, no ha dejado hoy la más mínima sombra en el lenguaje
popular.
LOS VALORES DE LA LATINIDAD EN LA
IGLESIA. UNIVERSALIDAD
Por Romano Amerio
No queremos aquí retroceder hasta
la Auctorem
fidei de Pío VI, que reprobó la propuesta
del Sínodo de Pistoya de realizar los
ritos en lengua vernácula(DENZINGER, 1566). No nos extenderemos ni
siquiera sobre la doctrina de Rosmini en las Cinque piaghe, cuando
consideraba que el justo remedio a la desvinculación del pueblo de la acción
sagrada no residía (como hoy erróneamente se le atribuye) en la abolición de la
lengua latina, sino en el desarrollo de la instrucción vital del pueblo
fiel.
Si decimos que el latín es
connatural a la religión católica, ciertamente no nos referimos a una
connaturalidad metafísica coincidente con la esencia de la cosa misma (como si
el catolicismo no pudiese subsistir sin el latín), sino a una connaturalidad
histórica: un hábito adquirido históricamente por una peculiar aptitud y
conveniencia que el idioma latino tiene con la religión.
El catolicismo nació, por así
decirlo, arameico; fue durante mucho tiempo griego; se hizo
pronto latino, y el latín se le hizo connatural. De entre las
muchas adaptaciones posibles de un lenguaje a la religión, la
connaturalidad histórica es la que mejor responde a las propiedades de ésta,
modelándose perfectamente sobre los caracteres de la Iglesia.
En primer
lugar, la Iglesia
es universal, pero su universalidad no es puramente geográfica ni consiste,
como se dice en el nuevo Canon, en estar difundida por toda la tierra .
Dicha universalidad deriva de la
vocación (están llamados todos los hombres) y de su nexo con Cristo, que ata y
reúne en Sí a todo el género humano. La Iglesia ha educado a las nacionalidades
de Europa y creado los alfabetos nacionales (eslavo, armenio), dando origen a
los primeros textos escritos.
En consonancia con la acción
civilizadora de los Estados europeos, ha educado a las nacionalidades de
África. Sin embargo, no puede adoptar el idioma de un pueblo particular,
perjudicando a los demás. A pesar de la disgregación postconciliar, a la
Iglesia católica parece escapársele lo mucho que la unidad de la lengua
aporta a la unidad de un cuerpo colectivo: no ocurre así con
el Islam, que usa en sus ritos el paleoárabe incluso en los países no árabes;
ni con los hebreos, que usan para la religión el paleohebraico; tampoco
se les escapa a los Estados que han alcanzado después de la guerra su unidad
nacional, pues ninguno de ellos ha adoptado como lengua oficial una de
las lenguas nacionales, sino el inglés o el francés, lenguas de sus
colonizadores y civilizadores .

En segundo
lugar la Iglesia es sustancialmente inmutable, y por ello se expresa con una
lengua en cierto modo inmutable, sustraída (relativamente y más que cualquier
otra) a las alteraciones de las lenguas usuales:
alteraciones tan rápidas que todos los idiomas hablados hoy tienen necesidad de
glosarios para poder entender las obras literarias de sus primeros
tiempos. La Iglesia tiene necesidad de una lengua que responda a su condición
intemporal y esté privada de dimensión diacrónica.
Ahora bien, siendo imposible que una
lengua de hombres escape al devenir, la Iglesia se acomoda a un
lenguaje que elide cuanto es posible la evolución de la palabra. Hablo en
términos prudentes porque, coincidiendo la diventabilidad con la vida de un
idioma, sé bien que también el latín de la Iglesia va cambiando con el correr
del tiempo. Incluso prescindiendo de la presente decadencia de la latinidad,
tanto profana como eclesial, basta confrontar las encíclicas del
siglo XIX con las de los últimos pontificados para advertir la diferencia.
INMUTABILIDAD
RELATIVA. CARÁCTER SELECTO DEL IDIOMA LATINO
En tercer
lugar la
lengua de la Iglesia debe ser selecta y no vulgar, porque
las cosas que intenta expresar son las cumbres del espíritu, más bien
un ensayo de realidades sobrehumanas.
No es que la Iglesia desprecie
el profanum vulgus al contrario, todo aquello que toca
lo santifica, y el vulgo, los pobres y los simples son objeto
precipuo de su cuidado.
Ella trata
con perfecta paridad en sus sacramentos a príncipes y a plebe, y catequizó a los pueblos en
sus dialectos: Santo Tomás en Nápoles predicó en el
vernáculo napolitano, Gerson en el de la Alvernia y los
párrocos de Lombardía hasta final del siglo XIX en el del país.
Incluso fundó órdenes religiosas
expresamente comprometidas en la instrucción de las capas populares,
asemejándose a ellas incluso en la humildad del nombre (los Ignorantes).No
es por desprecio del pueblo o altanería sobre los pueblos como pudo la religión
tener el latín como lengua propia y connatural. La razón de la
latinidad de la Iglesia es ciertamente aquélla, que ya tocamos en Iota Unum de
la continuidad histórica, por la cual la religión acompaña el curso de las
civilizaciones.
Pero la razón importante es la
necesidad para la Iglesia de custodiar el dogma con una lengua que se mantenga
fuera de las pasiones. Las pasiones, en una explicación completa (que
abarca desde el orgullo hasta la facilidad para sacar conclusiones), son
principio de fluctuación de las mentes, de alteraciones de la verdad y de
divisiones entre los hombres. Y es ciertamente fútil el escándalo que se
monta a veces sobre las sutiles diferencias entre una definición y otra,
como si fuesen chanzas y menudencias de charlatanes.
En conclusión, los caracteres del
latín de la Iglesia se fundan en una suprahistoricidad que
instaura, más que impide, la comunicación entre los hombres, del mismo modo que
el elemento de la vida sobrenatural instaura, más que impide, la comunión de
todos aquéllos que participan de la naturaleza humana. Lorenzo el
Magnífico, discurriendo de las diversas excelencias de las lenguas,
atribuye la universalidad del latín a la «prosperidad de la fortuna».
No hace falta creer con los
medievales que, al igual que el Imperio, así la lengua de Roma haya estado
establecida «por lugar santo / donde mora el que a Pedro ha sucedido» (Inf. II,
23-24). Se puede rechazar tal sentencia y no desconocer sin embargo la
eminencia y el idiotropion de la latinidad de la Iglesia.
No conviene concluir este discurso
sin recordar que el latín constituía hasta hace poco tiempo la más
vasta κοινή del
mundo de la cultura. Si
espíritus de renuncia y de flaqueza no hubiesen frustrado la restauración
ordenada por Juan XXIII, esta κοινή podría conservarse dentro de la Iglesia
Católica en la enseñanza, en los ritos y en el gobierno. Mayor fuerza moral que
la Iglesia mostraron
esos gobiernos civiles de nuestra época que consiguieron imponer o
persuadir a poblaciones enteras una lengua desconocida o extraña para ellos:
así ocurrió en Israel, que hizo nuevo el antiguo idioma, en la República
Popular China y en muchos Estados africanos.
Romano
Amerio
Fuente: Iota Unum.